domingo, mayo 07, 2006

 

--ANTROPO MA NON TROPO--

Un día decidí estudiar antropología del hombre por correspondencia.


(Unos antropos.)

Sentí que me correspondía por esa obligación moral que tenemos los seres superiores hacia todo aquel que presenta carencias o dificultades para comprender la realidad de las cosas.

(Un ser bastante superior.)

En la ciudad donde tengo mi residencia pronto tuve estudiados a todos los habitantes, ya que es pequeña y 25.000 personas yo, mal esté decirlo, me las estudio en un fin de semana.
Necesitaba más género humano para ampliar conocimiento, por lo que ayer mismo me fui a la Ciudad Condal, lugar en el que según mis informaciones hay más de tres millones de afincados.
Lo que no sospechaba es que todos estuviesen en las mismas calles, Plaza de Cataluña, Ramblas, Plaza real...
Quizás elegí un mal día, quizás porque estaban haciendo en la playa una exhibición de acrobacia aérea, quizás porque jugaban los dos equipos de fútbol de la ciudad entre sí y además uno de ellos celebraba la consecución del título de campeón de liga, o quizás por simple mala suerte, pero el caso es que todo estaba lleno de muchedumbres, unas doce mil muchedumbres por metro cuadrado calculé a ojo de ornitólogo.
Las personas de una gran urbe, observadas por un forastero limpio de mente y espíritu, encogen el corazón aún más que si se hubiese lavado con un programa largo de agua caliente.
En Barcelona asistí a la dramática realidad de que la miseria ha llegado a cualquier estrato de los urbanitas.
Viven hacinados. Llaman pasear a andar chocándose. Llaman ver cosas a no poder ver nada, porque hay cien tíos delante, al lado y detrás, que se cruzan entre la dirección de sus miradas y el objeto que pretenden disfrutar.

(Muchos antropos gozando de la ciudad.)

Y al final de la Rambla, donde Auserón se encontró con la negra flor, se atascó el tráfico.
Se hizo un tapón en torno a la estatua del genovés que inventó a los indios y poco a poco se fue agravando hasta la siguiente rotonda que viene a dar salida hacia Montjuich, Ronda del Litoral, Lérida o Tarragona, y ya el caos dominó el mundo.
El anticristo, o peor aún el sindios, alzó su báculo y proclamó: “Todo esto es mío.”
Orson Welles en una visita que hizo a Barcelona destacó: “Cuando vi a un muchacho vomitando en una esquina de la calle Talleres, me preocupé y le pregunté si estaba enfermo o es que iba a morir ya; y él me contestó entre tropezones de panini, que no, que sólo potaba como siempre, y que si le daba un cigarrito rubio.”
“Sólo poto.” Dijo. Da que pensar.

(Por aproximación, los servicios de Google me han proporcionado esta imagen.)

El habitante de la metrópoli asume la miseria como algo natural.
Nadie viste ropa de su talla y todos parece que la hayan robado de un contenedor de Caritas. Son pobres. Todos son pobres. Y son tan pobres porque ellos mismos se hacen pobres, tienen vocación de harapientos, son pobres porque una caña de cerveza dicen que vale 4 euros, y seis horas de coche en un parquin se cobran a 17´50; y son pobres porque viven en madrigueras decimonónicas de 200.000 ptas de alquiler en callejones mugrientos que huelen a innúmeros detritus, y son pobres porque hacen cola hasta para mear.

Este tipo de ser gusta del amontonamiento, ama compartir sobacos y vahos estomacales, ama respirar suboxígenos de tren soterrado, ama oír sirenas y frenazos; y el clímax de lo curioso para un antropólogo: ama lucir el look más extravagante que puede precisamente porque nadie lo va a mirar.

I LOVE BARNA.

Instantánea de un habitante tipo barcelonés.


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